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Julio Verne – El castillo de los Cárpatos (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4

 

Sus argumentos promovieron más
discusión.

-Me parece, repuso el maestro, que supuesto que no
creéis en los espíritus, nada arriesgáisen
la visita.

-¡Yo qué he de creer en eso!

Ahora bien; si son seres de carne y hueso que han vuelto
al castillo y se han instalado en él, hacéis
conocimiento
con ellos.

El razonamiento del maestro no carecía de
lógica,
y era difícil de refutar.

-Conforme, Hermod, replicó el doctor; pero
pudiera verme retenido en el castilllo…

-Señal de que seríais bien recibido,
añadió Jonás.

-Es claro; pero ¿y si mi ausencia se prolongase y
alguno me necesitara en el pueblo?

-No; todos marchamos a las mil maravillas, repuso Koltz;
no hay un enfermo en Werst desde que vuestro último
cliente
tomó el pasaporte para el otro mundo.

-Vamos, con franqueza, ¿os decidís a ir?
preguntó el posadero.

-Vaya…., no. ¡Oh, y no es por miedo! Ya
sabéis que yo no creo en brujerías. La verdad, eso
me parece absurdo, y, lo repito, ridículo. ¿Que ha
salido humo del torreón? ¿Y qué? ¿Y
si no es semejante humo? Decididamente no voy al castillo de los
Cárpatos; no.

-Yo iré.

El que pronunció estas dos palabras era Nic Deck, el
guardabosque que hasta entonces no había tomado parte de
la conversación.

-¿Tú, Nic? exclamó el
juez.

-Yo; pero a condición de que Patak me
acompañe.

Al oír esto, el doctor dio un salto para salir de
aquel atolladero.

-¿Acompañarte yo?
replicó. ¡Vaya un paseo delicioso que nos
íbamos a dar! Y, por fin, si eso tuviera utilidad,
podría uno aventurarse… Pero tú sabes muy bien,
Nic, que no hay camino para poder ir al
castillo. No podríamos llegar…

-He dicho que voy al castillo, repuso Nic, y allí
iré.

-¡Sí, pero yo no lo he dicho! gritó
el doctor agitándose como si estuvieran apretándole
el cuello.

-¡Sí lo habéis dicho! replicó
Jonás.

-¡Sí, sí! repitieron todos
unánimes.

Él antiguo enfermero no sabía cómo
escaparse de unos y de otros. ¡Ah, cuánto le pesaba
habérselas echado de fanfarrón! Nunca creyó
que aquello se tomase tan en serio. ni que le pusieran en tan
duro trance. Y no tenía medio de excusarse, a menos que
afrontase el ser objeto de burla en toda el pueblo.
Decidió, pues, hacer de tripas corazón,
como suele decirse.

-Bueno… puesto que así lo queréis, dijo,
acompañaré a Nic Deck, por más que sea
inútil.

-¡Bien, doctor, bien! exclamaron todos los
parroquianos del Rey Matías.

-¿Y cuándo nos vamos? preguntó
Patak, afectando cierta indiferencia que encubría mal su
situación de ánimo.

-Mañana por la mañana, respondió
Nic Deck.

Un prolongado silencio siguió a esas palabras.
Esto indicaba cuán grande era la emoción de Koltz y
compañeros. Los vasos y los jarros estaban vacíos
y, sin embargo, aunque era tarde, nadie se levantaba ni pensaba
en marchar en busca del hogar.

Entretanto pensaba Jonás que era buena
ocasión para servir otra ronda schnaps y de
rakiu…

De pronto dejóse oír en medio del silencio
general una voz muy clara, que decía
lentamente:

Nicolás Deck, no vayas mañana al castillo.
¡No vayas… o te pasará una desgracia!

¿Quién se había expresado de esta
suerte? ¿¡De dónde salía aquella voz
desconocida, que parecía surgír de una boca
invisible?… Aquella voz era la de un aparecido, una voz
sobrenatural, una voz de ultratúmba…

Nadie se atrevía a mirar, ni hablar palabra. El
espanto llegó al colma. . .

El más valiente, Nic Deck, quiso averiguar de
qué se trataba. Aquellas palabras habían sido
pronunciadas allí dentro: en la sala. El guardabosque tuvo
el arrojo de ir hacia el arcón, y abrirle.. .

Nadie.

Fue a mirar a las habitaciones que daban a la
sala.

Nadie.

Abrió la puerta de la posada, y saliendo, a la
calle recorrió el terraplén, hasta la esquina de la
calle…

Nadie.

De allí a poco, el juez Koltz, Hermod el maestro,
el doctor Patak, el pastor Frik y todos los demás,
fuéronse de la posada, dejando solo a Jonás, que se
dio gran prisa a echar las dos vueltas a la llave de la puerta de
la calle.

Aquella noche, como si estuvie sen amenazados de una
fantástica aparición, todos los vecinos de Werst
atrancaban fuertemente sus puertas. . .

En la aldea reinaba el más es pantoso
terror.

 

CAPÍTULO V

Al día siguiente, Nic Deck y el doctor Patak
disponíanse a partir a las nueve de la mañana. Los
propósitos del guardabosque eran remontar el desfiladero
de Vulcano, dirigiéndose por lo más corto hacia el
castillo sospechoso.

No hay que asombrarse de que, después del
incidente del humo visto en el torreón y la voz
oída en la posada, la población se mostrase como enloquecida de
horror y miedo. Algunos tsiganes hablaban ya de emigrar. En las
casas no se trató aquella noche más que de aquello,
y aun no en voz alta. Id, pues, a decirles que no era el diablo,
el Chort, el que pronunció la terrible amenaza
contra Nic Deck. Allí, en la posada de Jonás,
estaban las personas más verídicas, y todas
atestiguaban haber oído las
tremendas palabras. Era, por lo tanto, inadmisible el suponer que
hubiesen sido víctimas de una obsesión; no
había duda de que si Nic Deck persistía en llevar a
cabo su propósito, sufriría aquello que a él
personalmente se le previno: una gran desgracia.

Y, no obstante, el guardabosque se aprestaba a salir de
Werst, y por su gusto, sin que nadie le obligase. El señor
Koltz, aunque tenía interés en
la empresa, y
la población entera que no tenía menos,
habían puesto todos los medios para
que Nic Deck desistiera de su proyecto y
volviese sobre su palabra. La misma Miriota, desolada y anegada
en llanto, había suplicado a su novio que abandonese la
idea de tal aventura. Antes de la advertencia dada por la voz, ya
era grave, después, era una temeridad. ¿Y
qué? En vísperas de su matrimonio,
¿iba Nic Deck a arriesgar su vida en semejante tentativa,
y su novia, que se arrastraba a sus plantas, no
conseguía retenerle?

Ni los ruegos de sus amigos, ni el llanto de Miriota,
pudieron torcer el ánimo del guardabosque; lo que no
sorprendió a nadie, conociendo el carácter indomable del joven, su tenacidad
o, por mejor decir, su terquedad. Había dicho que
iría al castillo de los Cárpatos, y nada
podría impedirlo; ni aún aquella amenaza que tan
directamente se le había hecho. Sí… Iría
al castillo, aunque no volviese.

Cuando llegó la hora de partir, Nic Deck atrajo a
Miriota hacia su corazón por última vez, en tanto
que la joven se santiguaba con el pulgar, el índice y el
dedo medio, según la costumbre rumana, y como homenaje a
la Santísima Trinidad.

¿Y el doctor Patak? El doctor Patak, puesto en el
trance de tener que acompañar al guardabosque,
había tratado de excusarse, sin resultado. Había
dicho cuanto podía decir; había hecho cuantas
objeciones era posible hacer; se había parapetado tras de
aquella misteriosa amenaza que prohibía ir al
castillo…

-Esa amenaza sólo se refiere a mí, se
limitó a responder Nic Deck.

-¿Y tú piensas, le dijo el doctor, que si
te sucediese una desgracia ¡iba yo a salir
ileso?

-Ileso o no, habéis prometido ir al castillo, y
vendréis, puesto que yo voy.

Las gentes de Werst, comprendiendo que no podía
tener ya pretexto alguno, habían dado la razón al
guardabosque; era mejor que Nic Deck no se aventurase solo en
aquel lance. Así, pues, el despechado doctor, convencido
de que ya no podía retroceder, lo que hubiera sido
comprometer su situación en el pueblo, máximo
después de de sus balandronadas de costumbre, se
resignó con el espanto en el alma, pero con
el firme propósito de aprovechar el menor obstáculo
del camino para obligar a su compañero a volver
atrás.

Nic Deck y el doctor Flatak partieron. El Sr. Koltz, el
maestro Hermod, Frik y Jonás fueron
acompañándoles hasta el recodo de la carretera,
donde hicieron alto.

En aquel punto, el Sr. Koltz, con su anteojo, del que ya
no se separaba dirigió su mirada al castillo. Ningun humo
se percibía en la chimenea del torreón; y en
aquella hermosa mañana de primavera hubiera sido
fácil advertirle, destacándose en el puro color del
horizonte. ¿Sería acaso que los naturales o
sobrenaturales huéspedes del castillo habían
desertado al ver que el guardabosque no hacía caso de sus
amenazas? Así lo pensaron algunos, lo cual era una
razón decisiva para augurar el buen éxito
de la expedición.

Después de las naturales despedidas, Nic Deck,
arrastrando consigo al doctor desapareció en la revuelta
de la montaña. Iba el joven en traje de viaje, con gorra
de galón de ancha visera, chaqueta con cinturón, y
pendiente de éste el cuchillo, pantalón hombacho,
botas herradas, cartuchera y la carabina al hombro. Tenía
justa fama de ser un hábil tirador, y como a falta de
aparecidos podían encontrarse con algunos bandidos de las
fronteras, o, en defecto de bandidos, algun oso mal intencionado,
era muy prudente apercibirse a la defensa.

El doctor, por su parte creyo oportuno armarse con un
viejo pistolón de chispa, que de cada cinco tiros erraba
tres. También llevaba un hacha, que su compañero le
había dado para el caso probable de tener que abrirse
camino por entre los espesos matorrales del Plesa. Iba cubierto
con el ancho sombrero propio de los campesinos, bien abotonado el
fuerte capote de monte, y calzado con botas de recia suela; pero
la verdad era que si se presentaba ocasión, no obstante
las dificultades de aquellos arreos, correría como un gamo
en dirección a Werst.

Ambos llevaban las alforjas bien provistas de
víveres, por si la explicación se
prolongaba.

Cuando pasaron el recodo del camino, siguieron juntos a
alguna distancia, remontando la orilla derecha del Nyad. De
seguir el camino que rodea los barrancos de la vertiente, se
hubieran separado mucho hacia el Oeste. Era lamentable que no
pudieran continuar costeando el cauce del torrente, lo que
hubiese abreviado la distancia en una tercera parte, puesto que
el Nyad viene a nacer bajo la meseta de Orgall; pero en el punto
en que se hallaban, la ribera, llena de barrancos y de rocas, era
impracticable en absoluto, siendo necesario cortar oblicuamente
hacia la izquerda, en dirección al castillo,
después de haber franqueado la zona inferior de los
bosques del Plesa, que era el único punto por donde la
fortificación podía ser abordada.

En la época en que el castillo estaba habitado
por el conde de Gortz, la
comunicación entre Werst, la garganta del Vulcano y el
valle del Sil valaco, era una estrecha vereda que se había
abierto en aquella dirección; pero obstruida durante
veinte años por espesas matorrales, inútilmente se
hubieran buscado las huellas de un camino.

Cuando iban a dejar el profundo cauce del Nyad, lleno de
agua que
mugía, Nic Deck se detuvo para orientarse. Desde aquel
punto no se veía el castillo, ni le verían ya hasta
llegar al otro lado de los bosques, escalonados en la pendiente
de la montaña: situación topográfica muy
frecuente en la orografía de los Cárpatos. La
orientación era, pues, difícil de determinar, por
falta de señales; y sólo podía
establecerse por la posición del sol, cuyos rayos
iluminaban entonces las lejanas crestas del S. E

-¿Lo ves? dijo el doctor. ¿Lo ves? No hay
camino, o, por mejor decir, no le habrá ya.

-Lo habrá, respondió Nic Deck

-Eso se dice fácilmente, Nic.

-Y se hace, Patak.

-¿De manera que sigues decidido?…

El guardabosque se contentó ccn responder con un
gesto afirmativo, y se internó en la arboleda. En aquel
momento el doctor sintió vehementes deseos de desandar lo
andado. Mas Nic le miró con tal resolución, que el
poltrón no creyó oportuno quedarse
atrás.

El doctor Patak aún tenía una
última esperanza: que Nic no tardaría en
extraviarse en aquel laberinto de bosques donde nunca
había prestado servicio; mas
el doctor no contaba con ese olfato maravilloso, ese instinto
profesional, aptitud animal, por decirlo así, que permite
guiarse por los menores indicios, tales como la dirección
de las ramas, el desnivel del terreno, el color de las cortezas,
los variados matices de los musgos, según estén a
los vientos del Sur o del Norte, Nic Deck era experto en su
oficio, y tenía una sagacidad muy superior para no
perderse nunca, ni aún en los puntos desconocidos para
él. Hubiese sido digno dicípulo de un
Bas-de-Cuir o de un Chingakook al través del
país de Cooper.

 

En verdad que el atravesar aquel bosque iba a ofrecer
serias dificultades. Olmos, hayas, algunos erables, de los
llamados plátanos falsos, y seculares encinas, ocupaban
los primeros planos hasta la zona de los abedules, pinos y
abetos, amontonados sobre las altas cimas, a la izquierda de la
garganta del Vulcano. Aquellos árboles
magníficos, con su poderosos troncos, sus ramas henchidas
de savia nueva, su ramaje espeso, entremezclándose unos
con otros, formaban una verde cortina, que los rayos del sol no
podían penetrar.

No obstante, el paso pudiera ser relativamente
fácil encorvándose bajo las ramas. Pero
¡qué trabajo
hubieira sido preciso para quitar los múltiples
obstáculos que el suelo presentaba,
para limpiar todo aquello de plantas espinosas, de ortigas, de
zarzas, de cardos y escaramujos, a pesar de ser tan
frágiles que al más leve esfuerzo se arrancan! Nic
Deck no era hombre que se
inquietase, y supuesto que atravesando el bosque se ganaba mucha
distancia, no se ocupaba gran cosa de los
arañazos.

En tales condiciones, la marcha forzosamente
había de ser lenta, lo que contrariaba mucho a Nic Deck y
a su compañero, que se proponían llegar al castillo
aquella misma tarde. De esta suerte, tendrían suficiente
luz para
efectuar su visita y estarían de vuelta en Werst antes de
la noche.

El guardabosque abríase paso con el hacha por
aquella maleza espesa, erizada de pinchos como bayonetas, y donde
el pie encontraba un terreno desigual y escabroso, lleno de,
troncos y raíces con los que tropezaba cuando no se
hundía en un hoyo, húmedo y blanducho, lleno de
hojas caídas que el viento no había podido barrer.
Infinitas vainas de legumbres estallaban como fulminantes, con
gran asombro del doctor, a quien inquietaba aquella, especie de
tiroteo: volvíase a mirar a derecha e izquierda, asustado,
cuando algún sarmiento se agarraba a su ropa como una
uña que quisiera retenerle.

¡Decididamente el buen doctor Patak no las
tenía todas consigo! Pero ya metido en faena, no se
atrevía a volverse solo desde allí; así es
que se esforzaba por no separarse mucho de su intratable
compañero.

A veces aparecían entre la espesura del bosque
caprichosas claras como dibujos
iluminados, por donde se veía el cielo. Bandadas de
cigüeñas negras, turbadas en su soledad, escapaban de
las altas copas y huían dando enormes aletazos.

El atravesar aquellas pequeñas claras
hacía aún más penosa la marcha. Estaban
derribados como en gigantesco juego de
jonchets, los árboles tronchados por las tormentas
o caídos de viejos, cual si el hacha del leñador
los hubiese herido de muerte.
Veíanse allí troncos desmesurados y carcomidos, de
los que fuera imposible sacar una astilla ni ser transportados al
Sil para su acarreo. Ante semejantes obstáculos, no les
faltaba que hacer a Nic Deck y su compañero. Si el joven
guardabosque era ágil y vigoroso, en cambio el
doctor Patak, con sus piernas cortas y su crecido abdomen,
sofocado y jadeante, caía a cada paso, llamando en su
auxilio a su compañero.

-¡Ya verás Nic, cómo acabo por
romperme algo! decía.

-¡Ya os lo arreglaréis vos
mismo!

-¡Vamos a ver, Nic, sé razonable! …
¡No hay que luchar contra el imposible!

Pero Nic Deck, entretanto, ya se le había
adelantado, y no obteNicndo respuesta el doctor, se apresuraba a
reunirse al mozo.

Ahora bien: la dirección que llevaban hasta
entonces, ¿era realNicnte la que convenía para
salir frente al castillo? Difícilmente se hubieran dado
cuenta de ello. Sin embargo, puesto que el terreno iba siempre
subiendo, era evidente que habían de llegar al
límite del bosque, como llegaron a cosa de las tres de la
tarde.

Desde allí hasta la meseta de Orgall
extendíase la cortina de árboles verdes, más
escasos ya, a medida que la vertiente iba ganando en
altura.

En aquel punto reapareció entre rocas el torrente
Nyad bien fuese porque se torciese su curso hacia el Noroeste,
bien porque Nic Deck hubiese tornado la oblicua del Nyad. Esto
hizo pensar al guardlbosque que el camino que había
seguido era bueno, puesto que el torrente tenía su
nacimiento en las entrañas de la meseta de
Orgall.

No pudo el joven rehusar al doctor una hora de parada en
la orilla del río. Tanto más, cuanto que los
estómagos pedían alimento, tan imperiosamente como
las piernas el descanso. Las alforjas estaban bien repletas, y el
rakiu llenaba las redomas que ambos llevaban; por
añadidura, un agua límpida y fresca, filtrada por
los guijarros del cauce, corría a algunos pasos de
allí. ¿Qué más se podía
desear? Por lo tanto, había que reparar las fuerzas
perdidas.

Desde la salida de Werst no había el doctor
tenido ocasión de conversar con Nic Deck, que iba siempre
delante de él. Pero cuando se hallaron sentados sobre el
ribazo del Nyad, se indemnizó de sobra. Si el uno era poco
locuaz, el otro era un hablador sempiterno. Así que no hay
que extrañar que las preguntas fueran tan prolijas y las
respuestas tan breves.

-Hablemos un poco, Nic, hablemos formalmente, dijo el
doctor.

-Os oscucho, respondió Nic.

-Creo que si hemos hecho alto en este sitio, será
para tomar fuerzas.

-Nada más justo.

-Antes de volver a Werst…

-No; antes de ir al castillo.

-Mira, Nic, seis horas hace que estamos en marcha, y
apenas si hemos andado la mitad del camino.

-Lo que prueba que no tenemos tiempo que
perder.

-Pero ya será de noche cuando lleguemos al
castillo: y como no creo que seas tan loco que te aventures en la
oscuridad, tendremos que esperar que amanezca.

-Esperaremos.

-¿De manera que no quieres renunciar a tu
descabellado proyecto?

-No.

-¡Cómo! Estamos ya extenuados, y lo que
necesitamos es una buena mesa en una buena sala, y una buena cama
en un buen cuarto, y tú, en cambio, ¿piensas pasar
la noche al aire
libre?

-Sí, en caso de que algún obstáculo
no nos impida penetrar en el castillo.

-¿Y si no hubiese obstáculos?

-Pues iremos a pasar la noche a las habitaciones del
torreón.

-¡A las habitaciones del torreón!
exclamó el doctor. ¿Y crees tú que yo me voy
a conformar con pasar la noche en el interior de ese maldito
castillo?

-¡Es claro! A menos que prefiráis quedaros
solo fuera.

-¡Solo! No es eso lo convenido; y si hemos de
separarnos, mejor quiero hacerlo aquí mismo para volvenne
al pueblo. ..

-Lo convenido, doctor, es que me seguiréis hasta
el castillo.

-Por el día sí; pero no por la
noche.

-Bien, sois libre para partir; pero tratad de no
extraviaros por esos andurriales.

¡Extraviarse! Esto era lo que inquietaba al
doctor. Abandonado a sí mismo, y no teNicndo costumbre de
andar por aquellos laberintos del Plesa, se sentía incapaz
de volver a Werst. Además, si llegaba a quedarse solo
cuando llegase la noche, acaso negrísima, no le
sería muy agradable descender por las pendientes de la
garganta de la sierra, con riesgo de caer en
un despeñadero.

En caso de no penetrar en el castillo después de
la puesta del sol, era preferible seguir al obstinado
guardabosque hasta el pie de la muralla.

Quiso el doctor intentar un último esfuerzo para
detener a su compañero.

-Ya comprenderás, mi querido Nic, que yo no puedo
consentir en separarme de ti; y, pues que persistes en ir al
castillo, no dejaré que vayas solo.

-Eso está bien dicho, doctor, y creo que es lo
mejor que podéis hacer.

-Una palabra, Nic. Si cuando lleguemos es de noche,
prométeme que no tratarás de entrar en el
castillo.

-Lo que yo os prometo, doctor, es hacer hasta lo
imposible para penetrar en él; no retroceder un paso hasta
descubrir lo que allí sucede.

-¡Lo que sucede allí! exclamó el
doctor encogiéndose de hombros: ¿y qué
quieres que suceda?

-No lo sé; pero quiero saberlo, y lo
sabré.

-Lo que falta saber es si podremos llegar a ese castillo
del diablo, replicó el doctor, que ya no tenía
más argumentos que oponer. Lo que sí puede
asegurarse, en vista de las dificultades experimentadas hasta
aquí, y del tiempo que hemos empleado en atravesar los
bosques del Plesa, es que se hará de noche antes que
hayamos podido ver la muralla.

-No lo creo yo así, respondió Nic Deck. En
las alturas de la pendiente, los abetos son menos espesos que los
laberintos que hemos pasado de olmos, erables y hayas.

-Pero, en cambió, el terreno será muy
tortuoso.

-Nada importa, mientras sea practicable.

-Y cuenta que nada te he dicho de los encuentros con los
osos en las cercanías de la meseta de Orgall . . .
.

-Yo tengo mi fusil, y vos vuestra pistola para
defenderos, doctor.

-Pero si la noche se echa encima, podremos perdernos en
la oscuridad.

-No, porque entonces tendremos un guia, que espero no
nos abandone.

-¿Un guía? preguntó el
doctor.

Y se levantó bruscamente para dirigir en torno una
inquieta mirada.

-Sí, respondió Nic Dock, y ese guía
es el torrente del Nyad. Bastará remontar su margen
derecha para llegar a la cúspide de la meseta en donde
nace. Pienso, pues, que dentro de dos horas veremos el castillo,
si no tardamos en ponernos en, camino.

-¡En dos horas, si no es en seis! replicó
el doctor.

-Vamos, ¿estáis presto?

-¿Ya… ya… Nic? Apenas si hemos descansado
unos minutos.

-Algunos minutos que hacen media hora larga. Por
última vez: ¿estáis presto?

-¡Presto! … ¡Cuando me pesan las piernas
como si fuesen de plomo!… Ya comprenderás que no tengo
tus piernas de guardabosque, Nic Deck. Llevo los pies hinchados
en estas botas, y es una crueldad que-me obligues a
seguirte.

-¡Vaya! Me estáis fastidiando, Patak. Sois
libre de marchar… ¡Buen viaje!

Y Nic se levantó.

-¡Por amor de Dios,
Nic! exclamó el otro: escúchame.

-¡Escuchar vuestras majaderías!

-Vamos a ver. Puesto que ya es tarde, ¿por que no
quedarnos al abrigo de estos árboles? Mañana al
amanecer partiríamos, y tendríamos toda la
mañana para llegar a la meseta.

-Os repito, doctor, que mi intención es pasar la
noche en el castillo.

-No, no lo harás, Nic. Yo sabré
impedírtelo.

-¡Vos!

-Me agarraré a ti, te arrastraré; te
pegaré, si es preciso.

El desgraciado doctor no sabía lo que
decía. Níc Deck ni le respondió siquiera; y
después de haberse puesto el fusil en bandolera, dio
algunos pasos en direccoión a la ribera del
Nyad.

-¡Espera, espera! exclamó lastimeramente el
doctor. ¡Diablo de hombre! … ¡Un instante! …
Tengo las piernas entumecidas. Mis articulaciones no
funcionan…

Pero no tardaron en funcionar, porque el ex-enfermero no
tuvo más remedio que echar a correr con sus piernecillas
cortas, para reunirse al guardabosque, que no hacía
ánimo le volverse.

Eran las cuatro. Los rayos del sol, iluminando la
cúspide del Plesa, que no tardaría en ocultorlos,
proyectaban su oblicua luz sobre las altas ramas de los abetos.
Nic Deck hacía bien en apresurarse, porque en aquellas
espesuras la noche se echaba de repente.

¡Curioso y extraño aspecto en verdad el de
estos bosques donde se hacinan, por decirlo así, las
espécies arbóreas alpinas! No se ven va allí
árboles nudosos, ni retorcidos, sino troncos rectos,
altísimos, y desnudos hasta una altura de cincuenta o
sesenta pies: troncos lisos que extienden a manera de teoho su
perenne verdor. En su base no hay matorrales ni zarzas; largas
raíces saliendo a flor de tierra corno
serpientes adormecidas por el frío se ven por
doquier.

El suelo muéstrase alfombrado de un musgo
amarillento y seco, lleno de ramillas y sembrado de especies de
tubérculos que rechinan bajo el pie, y un talud cruzado de
cristalinas rocas, cuyas aristas afiladas cortan la piel
más recia. El paso fue, pues, muy difícil por medio
de aquel bosque, y en un cuarto de milla. Para escalar aquellos
bloques era necesario una fuerza de
riñones, un vigor de piernas y una seguridad de
miembros que sin duda no se encontraban en el doctor Patak. Si
Nic Deck hubiese estado solo,
no hubiera empleado más de una hora; pero con el
aditamento de su compañero empleó tres, ya
deteniéndose para que le alcanzara, ya ayudándole a
subir sobre alguna roca demasiado alta para las cortas piernas
del doctor.

Éste sentía un temor horrible: encontrarse
solo en medio de aquellos parajes.

A medida que la pendiente se hacía más
penosa, los árboles comenzaban a escasear sobre la alta
cima del Plesa, y sólo fortnaban grupos aislados
de medianas dimensiones. Entre aquellos grupos percibíase
la línea de las montañas que se dibujaban en
último término entre los últimos vapores de
la tarde.

El torrente del Nyad, siempre sorteado por el
guardabosque, no era por aquel punto más que un arroyuelo,
lo que indicaba que su nacimiento no debía estar lejos. A
algunos centenares de pies por encima de los últimos
pliegues del terreno, acortábase la meseta de Orgall,
coronada por las construcciones del castillo. Por fin Nic Deck
llegó a la meseta, después de un supremo esfuerzo
que redujo al doctor al estado de masa inerte. El pobre hombre no
hubiera tenido fuerzas para arrastrarse veinte pasos más
allá, y cayó como cae la res bajo la maza del
carnicero.

Nic Deck apenas sentía la fatiga de tan ruda
ascensión. De pie, inmóvil, devoraba con la mirada,
el castillo de los Cárpatos, al que nunca se había
aproximado. Ante sus ojos se extendía un muro almenado;
defendido por foso profundo, y cuyo único puente levadizo
estaba levantado contra la poterna encajada en un marco de
piedra. En torno del muro, y en toda la superficie de la meseta,
todo estaba tranquilo y silencioso. La penumbra del
crepúsculo permitía abrazar el conjunto del
castillo, que se dibujaba confusamente en las sombras. A nadie se
veía sobre el parapeto, a nadie sobre la plataforma del
torreón, ni sobre la terraza circular del primer piso…
Ni un hilo de humo se esparcía en torno de la extravagante
veleta comida de nloho secular…

-Y bien, guardabosque, preguntó el doctor Patak:
¿convendrás en que es imposible franquear ese foso,
ni bajar el puente levadizo, ni abrir la poterna?

El joven no respondió. Estaba pensando que
sería preciso hacer alto ante la muralla. En medio de
aquella oscuridad, ¿cómo bajar al fondo del foso y
subir por el escarpado muro, para penetrar en la fortaleza? Sin
duda lo más prudente era esperar el alba a fin de
obrar en plena luz.

Lo cual fue resuelto, con gran contrariedad por parte de
Nic, y gran contento por parte del doctor Patak.

CAPÍTULO VI

El cuarto menguante de la luna, cuall brillante luz de
plata, había desaparecido poco después del sol.
Algunas nubes venidas del Oeste fueron extinguiendo poco a poco
los úlltimos resplandores del crepúsculo. La sombra
iba invadiendo el espacio, subiendo su negrura desde la falda de
la pendiente. El anfiteatro de montañas llenábase
de tinieblas, y la silueta del castillo se fue borrando bajo
aquel negro crespón.

Si bien la noche amenazaba ser oscurísima, nada,
en cambio, indicaba que fuese turbada la calma por meteoro
atmosférico, huracán, lluvia o tormenta.
Podían, pues, tranquilos acampar al aire libre Nic Deck y
su compañero.

Sobre la árida meseta de Orgall no había
un sólo árbol. Tan sólo acá y
allá veíanse algunas matas inhospitalarias por la
frescura de la noche. Allí todo era rocas, unas medio
hundidas, otras en tan difícil equilibrio,
que un pequeño impulso hubiese sido bastante para hacerlas
rodar por la vertiente hasta los abetos.

La única planta que con profusión
crecía en aquel terreno rocoso era un espeso cardo,
llamado «espino ruso», cuyos granos o semillas, segun
dice Elisco Reclus, fueron transportados allí por la
caballería moscovita: «presente de alegre conquista
que los rusos hicieron a los transilvanos».

Trataron los dos compañeros de buscar un sitio a
propósito para pasar la noche resguardados del descenso de
la temperatura,
muy notable en aquella altura.

-¡Para estar mal, cualquer sitio es bueno!
murmuró el doctor.

-¡Aún os quejáis! dijo el
otro.

-¡Es claro! ¡Es un sitio muy hermoso
éste para atrapar un buen catarro o un reuma excelente,
que no sabría yo cómo curarme!

Preciosa confesión en boca del antiguo enfermero
del lazareto. ¡Ah! ¡Cuánto echaba de menos su
confortable casita de Werst, con su cuarto bien cerrado y su cama
bien mullida y blanda!

Preciso era elegir entre aquellos bloques diseminados
por la meseta, uno cuya orientación ofreciese el mejor
abrigo contra la brisa sudoeste, que ya empezaba a dejarse
sentir: Tal fue lo que hizo Nic Deck y no tardó mucho en
reunírsele el doctor tras un ancho peñasco, plano
por encima como una mesa.

Aquella roca era uno de esos bancos de piedra
hundido bajo las escabiosas y saxígrafas, plantas tan
frecuentes en Valaquia, y donde también se encuentran los
bancos antedichos en los caminos. Estos bancos sirven al mismo
tiempo para que el viajero descanse, y para que pueda aplacar su
sed con el agua que
contiene una especie de jarra en ellos colocada, y renovada
cotidianamente por las gentes del campo.

Cuando el castillo era habitado por el barón
Rodolfo Gortz, aquel banco
tenía también su recipiente, que los servidores de
la familia
cuidaban no dejar nunca vacío; pero a la sazón se
hallaba tapizado de verdoso musgo y tan carcomido por la acción
del tiempo, que el menor choque le hubiera reducido a polvo. A la
extremidad del banco alzábase un pilar de granito, resto
de antigua cruz, cuyos brazos estaban indicados por una ranura
medio borrada.

En su cualidad de espíritu fuerte, el
doctor Patak de ningún modo podía admitir que
aquella cruz le protegiese contra apariciones fantásticas;
mas, sin embargo, por una anomalía muy frecuente entre los
incrédulos, si bien el doctor negaba a Dios, no estaba
lejos de creer en el diablo. Cruzó por su mente la idea de
que el Chort no debía de andar lejos, si acaso
vivía en el castillo, y que ni la cerrada poterna, ni el
puente levadizo alzado, ni la cortante muralla, ni el profundo
foso, le impedirían salir, si le entraba la idea de venir
a retorcerle a los dos el cuello.

Y cuando pensaba que tenía que pasar toda una
noche en tales condiciones, temblaba de espanto. ¡No
Aquello era exigir de él demasiado; los más
enérgicos temperamentos no hubieran podido
resistirlo.

Además, aunque tarde, le había venido un
pensamiento.
Estaban en la noche del martes, día aciago, en que las
gentes del distrito se guardan bien de salir después de
puesto el
sol.

El martes como se sabe era allí día de
maleficios; y a dar crédito
a las tradiciones, aventurarse por el campo era tanto como
exponerse al encuentro con algún genio maléfico. En
martes nadie circula por las calles ni por los caminos desde que
llega la noche.

Y he aquí el doctor Patak, no solamente se
encontraba fuera de su casa, sino en las cercanías de un
castillo encantado y a dos o tres millas del pueblo. Y
allí tenía que estar esperando la vuelta del alba,
caso que luciera para él de nuevo. Aquello, en verdad, era
tentar al diablo. Estaba el doctor engolfado en estas ideas en
tanto que el guardabosque sacaba tranquilamente de su alforja un
trozo de carne fiambre, después de haberse echado un buen
trago de su calabaza.

Pensó el doctor que lo mejor que podía
hacer era imitar a su compañero, y así lo hizo. Un
muslo de pato, un trozo de pan, todo regado de rakiu, fue
suficiente para reparar sus fuerzas. Si calmó su hambre,
no pudo calmar su miedo.

-Ahora, a dormir, dijo Nic Deck, así que hubo
colocado su alforja al pie del banco.

-¡Dormir!

-Buenas noches, doctor.

-¡Buena noche! … Eso se dice fácilmente;
pero me temo que ésta va a acabar mal. – –

Nic Deck, que no estaba de humor de hablar, no
respondió.

Acostumbrado por su profesión a dormir en los
bosques, acomodóse ilo mejor que pudo junto a la piedra, y
no tardó en caer en profundo sueño. Así que
el doctor sólo podía refunfuñar entré
dientes, oyendo el acompasado ronquido de su
compañero.

A él le fue imposible durante algunos minutos, y
a despecho de su fatiga, hacer otra cosa que mirar y escuchar
atentamente. Su cerebro era
víctima de esas extravagantes visiones que surgen de la
turbación del insomnio.

¿Qué quería ver en aquellas
espesuras? Todo y nada. Las indecisas formas de los objetos que
le rodeaban; los jirones de nubes que atravesaban el cielo, y la
masa apenas perceptible del castillo.

Parecíale que las rocas de la meseta bailaban
infernal zarabanda. .. Sí… Iban a caer, iban a rodar
sobre lo largo del talud, sobre los dos imprudentes; iban a
aplastarles a la puerta de aquella fortaleza cuya entrada les
estaba prohibida.

El desgraciado doctor se había levantado y
escuchaba esos ruidos que se propagan en las alturas; murmullos
inquietantes, mezcla del susurro, del gemido y del suspiro.
Oía también los frenéticos golpes que sobre
las rocas daban los murciélagos con sus alas; los
endriagos revoloteando en su nocturno paseo, dos o tres parejas
de esos fúnebres buhos cuyo graznido resonaba como una
queja. Entonces, los músculos del doctor se
contraían y su cuerpo temblaba, anegado en un sudor
frío.

Y así transcurrieron horas enteras hasta la media
noche. Si el doctor Patak hubiese podido cambiar de vez en cuando
alguna frase con alguien, dar libre curso a sus quejas, se
hubiera sentido menos atemorizado; pero Nic Deck dormía
con un sueño profundo.

¡La media noche! ¡La hora más
horrible de todas! ¡La hora de las apariciones y de los
maleficios! …

¿Qué era aquello que pasaba? El doctor
acababa de levantarse, y se preguntaba si estaba despierto o era
víctima de una pesadilla. En efecto: allí, arriba
creyó ver… no, vio realmente dibujarse formas
extrañas iluminadas con luz espectral, atravesar el
horizonte, subir, bajar, descender con las nubes…
Hubiérase dicho que eran especie de monstruos, dragones
con colas de serpientes, hipogrifos de alas desmesuradas, cuervos
gigantescos y enormes vampiros que se cernían sobre
él… iban a cogerle con sus uñas o a,
engullírsele con sus mandíbulas. Después le
pareció que todo se movía en la llanura de Orgall;
las, rocas, los árboles… todo; y con mucha claridad, su
oído percibió, a pequeños intervalos, el
tañido de una campana.

-¡La campana del castillo!
murmuró.

Sí… Era, la campana de la antigua capilla; no
era la de la iglesia de
Vulcano, cuyo sonido hubiera
llevado el viento en otra dirección.

Y he aquí que aquellos tañidos se tornan
más precipitados; la mano que hace sonar la campana no
toca a muerto. No; es un toque rápido, cuyos ecos
repercuten en la frontera
transilvánica.

Al oír aquellas lúgubres vibraciones,
entróle al doctor un miedo convulsivo; terrible angustia,
espanto irresistible, que le hizo temblar de pies a
cabeza.

El guardabosque ha despertado al ruido de la
campana.

Se pone en pie, en tanto que el doctor Patak parece como
que ha vuelto en sí. Nic Deck escucha atentamente, y trata
de penetrar con sus miradas las espesas tinieblas que cubren el
castillo.

-¡Esa campana! ¡Esa campana! repite el
doctor Patak., ¡La toca el Chort!

Decididamente, el pobre doctor, enloquecido por
completo, cree entonces en el diablo.

El guardabosque, inmóvil, no le
respondió.

De repente, unos rugidos semejantes a los que arrojan
las sirenas marinas a la entrada de los puertos, se desencadenan
en ondas,
tumultuosas.

El espacio está conmovido en una extensa zona por
sus soplos ensordecedores.

Después, una claridad sale del torreón
central: una claridad intensa, que lanza resplandores de
penetrante viveza y destellos que ciegan.

¿Qué foco produce esta poderosa llama,
cuyas irradiaciones se extienden en inmensas sabanas en la
superficie de la meseta de Orgall? ¿De qué horno se
escapa aquel manantial fotogénico que parece abrasar las
rocas, al mismo tiempo que las llena de lividez
extraña?

-¡Nic, Nic! exclamó el doctor.
¡Mírame! ¿No soy, como tú, un
cadáver?

En efecto: el guardabosque y él habían
tomado un aspecto cadavérico; la cara descolorida, los
ojos marchitos, las órbitas agrandadas, las mejillas
verdosas con tonos parduscos, los cabellos semejantes a esos
musgos que crecen, según la leyenda, sobre el
cráneo de los ahorcados,

Nic Deck está estupefacto de lo que ve y de lo
que oye. El doctor Patak, en el último grado de espanto,
tiene los músculos contraídos, el pelo erizado, la
pupila dilatada y el cuerpo preso de un espasmo tetánico.
Como dice el poeta de las Contemplaciones, «respira
temor».

Un minuto, un sólo minuto duró este
espantoso fenómeno. Después, la extraña
llama se apagó gradualmente, los atronadores mugidos se
extinguieron, y la meseta de Orgall, volvió al silencio y
a la oscuridad.

Ni uno ni otro pensaron en dormir; el doctor, medio
muerto de estupor; el guardabosque de pie contra el banco de
piedra, esperando la llegada del alba.

¿Qué pensamientos agitaban la mente de Nic
Deck en presencia de aquellas cosas tan evidentemente
sobrenaturales a sus ojos? ¿Persistiría en seguir
su temeraria aventura? Cierto que él había dicho
que penetraría en el castillo y que exploraría el
torreón. Mas ¿no era suficiente haber llegado a su
infranqueable muralla y haber despertado la colera, de los genios
y provocado aquel desorden de dos elementos? ¿Se le
reprocharía no haber mantenido su promesa si regresaba al
pueblo sin haber continuado su locura hasta aventurarse en el
diabólico castillo?

De repente el doctor se precipitó hacia él
y le cogió por una mano, procurando arrastrarle, mientras
le decía con voz sorda:

-¡Ven, ven!

-¡No! respondió Nic Deck.

Y a su vez retuvo al doctor, que volvió a caer
después de este último esfuerzo.

La noche acabó al fin; y tal era el estado de
su espíritu, que ni el guardabosque ni el doctor tuvieron
conciencia del
tiempo que transcurrió hasta el alba. Nada quedó en
su memoria de las
horas que precedieron a las primeras luces de la
mañana.

En este instante una linea rosada se dibujó sobre
lo ancho del Paring hacia el Este y al otro lado del valle de los
dos Sils. Ligeras brumas crepusculares se esparcieron en el
cenit, sobre un cielo rayado como una piel de cabra.

Nic Deck se volvió hacia el castillo y vio que
las formas de éste se destacaban poco a poco. Vio el
torreón saliendo sobre las altas brumas, que
descendían hacia la garganta del Vulcano; vio la capilla,
las galerías, la muralla, elevándose sobre los
vapores nocturnos; después, sobre el baluarte anguloso,
recostarse el haya, cuyas hojas se agitaban a la brisa de
Levante.

En nada había cambiado el aspecto ordinario del
castillo. La campana estaba tan inmóvil como la vieja
veleta feudal.

No salía humo alguno de la chimenea del
torreón, cuyas ventanas alambradas permanecían
herméticamente cerradas.

Por encima de la plataforma y en las altas zonas del
cielo, algunos pájaros revoloteaban, arrojando sus gritos
agudos.

Nic Deck volvió los ojos hacia la entrada
principal del castillo. El puente levadizo, levantado contra la
pared, cerraba la poterna, entre las dos pilastras de piedra, en
las que las armas de los
barones de Gortz estaban esculpidas.

El guardabosque estaba, pues, decidido a llevar a lo
último la aventura de la expedición. Sí; y
su resolución no se había entibiado con los sucesos
de la noche. «Cosa dicha, cosa hecha.» Como se sabe,
ésta era su divisa. Ni la misteriosa voz que le
había amenazado personalmente en el salón del
Rey Matías, ni los fenómenos inexplicables
de luz y de sonidos de que acababa de ser testigo, le
impedirían entrar en el castillo.

Bastábale una hora para recorrer las
galerías, visitar el torreón, y entonces, ya
cumplida su promesa, volvería a tomar el camino de Werst,
donde podría llegar en la mañana.

En cuanto al doctor Patak, no era más que una
maquina inerte, sin fuerzas para resistir, ni voluntad para
querer. Iría donde se le llevara.

Si caía, sería imposible
levantarle.

Los espantosos sucesos de aquella noche le habían
reducido a un estado de embrutecimiento completo, y no hizo
ninguna observación cuando el guardabosque,
señalando e1 castillo, le dijo:

-¡Vamos!

Aunque, como ya era de día, el doctor hubiera
podido regresar a Werst sin temor de un tropezón, al
través de los bosques del Plesa, máxime cuando
ningún provecho sacaría de quedar junto a Nic, no
intentó marcharse; y el no abandonar a su compañero
consistía en que el doctor no tenía ya conciencia
de la situación: era un cuerpo sin alma. Así es que
cuando el gúardabosque le arrastró hacia el talud
de la contraescarpa del castillo, se dejó
llevar.

Ahora bien: ¿sería posible penetrar en el
castillo por otra parte que por la poterna? Esto era
probablemente lo que Nic quería reconocer.

La muralla no presentaba ninguna brecha, ningún
hundimiento, ningún hueco que pudiese dar acceso al
interior. Era muy sorprendente que murallas tan viejas estuvieran
en un estado de conservación tan perfecta, lo que
debía atribuirse a su espesor.

Elevarse hasta las almenas que le coronaban,
parecía un imposible, puesto que dominaban el foso de unos
cuarenta pies de profundidad. Parecía, pues, que Nick
Deck, en el momento de acercarse al castillo de los
Cárpatos, iba a encontrarse con obstáculos
insuperables.

Afortunadamente, o desgraciadamente para él,
existía por debajo de la poterna una especie de tronera, o
más bien un hueco, por el que en otro tiempo asomaba la
boca de una culebrina. Sirviéndose de una de las cadenas
del puente levadizo, que pendía hasta el suelo, no
sería muy difícil para un hornbre ágil y
vigoroso subir hasta aquella hendidura; su anchura era suficiente
para dar paso, y a menos que en la parte interior tuviese una
reja, Nic Deck llegaría sin duda a pasar al interior del
castillo.

Desde luego comprendió el guardabosque que no
había otro medio má practicable, y he aquí
por qué, seguido del inconsciente doctor, descendió
por la parte interna de la contraescarpa. Llegaron al fondo del
foso, sembrado de piedras, entre el follaje de las plantas
salvajes. No era posible saber donde se ponía el pie, y si
bajo aquellas hierbas húmedas hormigueban millares de
bichos venenosos.

En medio del foso, y paralelo a la muralla,
corría el cauce de la antigua. cuneta, ahora casi seca, y
que se podía franquear fácilmente de un sólo
salto.

Como Nic Deck no había perdido nada de su
energía –física y moral, obraba
con sangre
fría, mientras el doctor le seguía maquinalmente,
como la bestia amarrada por una cuerda al cuello.

Pasada la cuneta, el guardabosque siguió veinte
pasos a lo largo de la muralla deteniéndose bajo la
poterna, en el sitio donde pendía la cadena del puente
levadizo. Ayudándose con los pies, y las manos, no le
sería difícil llegar al saliente de la piedra junto
a la entrada.

Evidentemente Nic Deck no pretendía obligar al
doctor a que le acompañase en aquel escalo. Un hombre tan
torpe no hubiera podido hacerlo.

Limitóse, pues, a sacudirlo violentamente para
hacerse comprender, y le recomendó que se quedase sin
moverse en el fondo del foso. Cogió la cadena y
gateó, sin que aquello significase más que un juego
para sus músculos de montañés.

Pero así que el doctor se vio solo, de nuevo se
dio cuenta de su situación; comprendió, miró
y vio a su compañero ya suspendido unos doce pies del
suelo, y con voz ahogada por la emoción,
exclamó:

-¡Espera, Nic, espera!

El joven no le escuchó.

-¡Ven, ven, o me voy! gritó el doctor
levantándose y dando algunos pasos.

-¡Idos! respondió Nic; y continuó
subiendo por la meseta.

El doctor Patak, en el paroxismo del espanto, quiso
volver a tomar la meseta de Orgall y seguir a toda prisa el
camino de Werst.

Mas ¡oh prodigio, después del cual no eran
nada los de la noche anterior! el doctor no puede moverse; sus
pies permanecen quietos, como si estuvieran sujetos con tenazas.
¿Podía levantar un pie después de otro? No.
Estaban adheridos por los talones y por las plantas.
¿Estaba, pues, cogido por los resortes de un cepo?
Más bien parecía retenido por los clavos de sus
zapatos. Como quiera que fuese, el pobre hombre estaba
allí inmóvil, pegado al suelo y sin fuerzas para
gritar, extendiendo desesperadamente las manos. Parecía
que quería arrancarse de los brazos de alguna tarasca
escondida en las entrañas de la
tierra.

Entretanto Nic había llegado a lo alto de la
poterna, y acababa de poner la mano sobre una de las bisagras de
hierro donde
se encajaba el puente levadizo, cuando dejó escapar un
grito de dolor… Cayendo hacia atrás como herido por un
rayo, se deslizó a lo largo de la cadena, a la que se
había cogido por instinto, y rodó al fondo del
foso.

-¡Bien decía la voz que me sucedería
alguna desgracia! murmuró.

Y perdió el
conocimiento.

CAPÍTULO VII

¡Cómo describir la ansiedad del pueblo de
Werst desde la partida del joven guardabosque y del doctor Patak!
No había cesado en aquellas cuatro horas transcurridas
desde su marcha y que parecían interminables.

El señor Koltz, el posadero Jonás, el
maestro Hermod y algunos otros más, no habían
abandonado su puesto sobre el terraplén. Todos se
obstinaban en observar la lejana masa del castillo, y todos
miraban si reaparecía alguna sombra por encima del
torreón. No se veía humo alguno, lo que fue
comprobado mediante el anteojo, invariablemente enfocado en
aquella dirección. Decididamente los dos florines gastados
en la adquisición del aparato eran dinero bien
empleado. jamás el biró, muy interesado y
guardador de su bolsa, había encontrado menos pena por un
gasto semejante.

A las doce y media, cuando Frik regresó de
apacentar su ganado, se le interrogó ávidamente.
¿Había algo nuevo, extraordinario, sobrenatural?
Frik respondió que acababa de reconocer el valle del Sil
valaco sin haber visto nada sospechoso.

Después de comer, hacia las dos, cada uno
regresó a su puesto de observación. Nadie hubiera
pensado en quedarse en casa, y sobre todo, nadie pensaba en
ponerlos pies en el figón del Rey Matías,
donde se habían oído aquellas voces conminatorias.
Que las paredes oigan, pase, puesto que esto es hasta una
locución usual… ; pero ¡que hablen! …

El digno comerciante podía tener el temor de que
su posada fuese puesta en cuarentena, lo que no dejaba de
preocuparle un poco: ¿Se vería en la necesidad de
cerrar su tienda y de beberse él solo lo que
contenía, por falta de parroquianos? Por lo tanto, con el
objeto de despertar confianza a la población de Werst,
había procedido a una larga investigación del Rey Matías,
registrando las habitaciones hasta las camas, inspeccionando los
baúles y el aparador y explorando minuciosamente los
rincones del salón, de la cueva y del granero, donde
algún mal intencionado hubiera podido realizar aquella
mixtificación. ¡Nada! Nada tampoco por la parte de
la fachada que dominaba al Norte y al Oeste. Las ventanas eran
muy altas para que fuese posible subirse hasta ellas por una
muralla tallada a pico y cuyo cimiento se sumergía en el
curso impetuoso del torrente. No importa. El miedo no razona, y
mucho tiempo pasaría sin duda antes que los habituales
parroquianos de Jonás volvieran su confianza a su posada y
su rakiu. ¿Mucho tiempo? ¡Error! Ya se
verá que este triste pronostico no había de
realizarse.

En efecto: algunos días después, y a
consecuencia de una circunstancia muy imprevista, los notables
del pueblo iban a reanudar sus conferencias cotidianas,
entremezcladas de abundantes libaciones, en la sala del Rey
Matías.

Mas preciso es volver al joven guardabosque y a su
compañero el doctor Patak.

Corno se recordará, en el momentó de
abandonar a Werst, Nic Deck había prometido a la desolada
Miriota no tardar mucho en su visita al castillo de los
Cárpatos. De no sucederle ninguna desgracia, de no
realizarse las amenazas fulminadas contra él, contaba
estar de vuelta en las primeras horas de la noche. Se le
esperaba, pues, ¡y con qué impaciencia! Ninguno, ni
la joven, ni su padre, ni el maestro de escuela,
podían prever que las dificultades del camino impidieron
al guardabosque llegar a la cresta de Orgall antes de cerrar la
noche.

De aquí que la inquietud, ya viva durante el
día, pasó de toda medida cuando dieron las ocho las
campanas de Vulcano, que se oian distintamente en Werst.
¿Qué había pasado a Nic Deck y al doctor,
que no volvían después de todo un día de
ausencia? Nadie, por lo tanto, pensaba en regresar a su casa
antes que ellos estuviesen de vuelta.

A cada momento se imaginaba verles asomar volviendo del
camino en el ensanche de la garganta de la sierra.

El señor Koltz y su hija habían ido a la
extremidad de la calle, al sitio donde el pastor había
sido puesto de centinela. Muchas veces creyeron ver unas sombras
dibujarse a lo lejos por entre los huecos de los árboles.
¡Pura ilusión! La garganta de la sierra estaba
desierta, como de costumbre, pues era raro que las gentes de la
frontera quisieran aventurarse por allí durante la noche.
Era martes, el martes de los genios maléficos, y en este
día los transilvanos no andan por gusto por el campo
después de la puesta del sol. Preciso era que Nic Deck
fuese loco para haber escogido semejante día para visitar
el castillo. La verdad es que ni el guardabosque ni nadie,
además del pueblo, había pensado en semeiante
cosa.

Pero Miriota pensaba entonces en ello. ¡Qué
espantosas imágenes
acudían a su mente! Con la imaginación había
seguido a su novio, hora por hora, al través de aquellos
espesos bosques del Plesa, en tanto que él subía
hacia la meseta de Orgall.

Y ahora, la noche llegada, parecíale que le
veía en la muralla, procurando escapar a los
espíritus que habitaban el castillo de los
Cárpatos. Había llegado a ser el juguete de sus
maleficios. Era la víctima destinada a su venganza. Estaba
preso en el fondo de algún subterráneo. . . tal vez
muerto. ¡Qué no hubiera dado la pobre muchacha por
lanzarse sobre las huellas de Nic Deck! … Ya que esto era
imposible, hubiera querido permanecer toda la noche en el sitio
que queda indicado. Pero su padre le obligó a regresar, y
después de dejar en observación al pastor, ambos
volvieron a su casa.

Una vez sola en su pequeña alcoba, Miriota
derramó abundantes lágrimas. Amaba con todo su
corazón a Nic Deck, siendo su amor aún más
lleno de reconocimiento, porque el guardabosque no le
había buscado en las condiciones en que se deciden
ordinariarrwnte los matrimonios en estos lugares
transilvánicos, por cierto de un modo bien
extraño.

Cada año, en la festividad de San Pedro, se
celebra la feria de los novios. En este día se
reúnen todas las jóvenes del distrito. Vienen en
sus más hermosas calesas, tiradas por sus mejores
caballos, y trayendo su dote; es decir, sus vestidos, hilados,
cosidos y bordados por sus manos, encerrados en cofres de
brillantes colores:
familias, amigos y vecinos les acompañan. Entonces vienen
los jóvenes, vestidos con magníficos trajes,
ceñidos de bandas de seda; recorren la feria
pavoneándose, buscan la joven que más les agrada,
le entregan un anillo y un pañuelo en señal de
esponsal, y los matrimonios se hacen al regresar de la
fiesta.

Nicolás Deck no había encontrado a Miriota
en una de estas fiestas. Sus relaciones no habían nacido
del azar. Se conocían desde la infancia, y se
amaban desde que tuvieron edad para amarse. El guardabosque no
había ido a buscar a su prometida en medio de la subasta
de la feria, lo que era un placer para Miriota. ¡Ah!
¿Por qué era Nic Deck de un carácter tan
resuelto, tan tenaz, tan empeñado en cumplir una promesa
imprudente? Él la amaba, bien lo sabía; la amaba,
y, sin embargo, ella no había tenido bastante influencia
para impedirle ir a aquel maldito castillo.

¡Qué noche pasó la triste Miriota
entre zozobras y lágrimas! No había querido
acostarse. Puesta a la ventana, con la mirada fija en el camino
ascendente, te parecía oír una voz que
murmuraba:

-¡Nicolás Deck no ha hecho caso de las
amenazas! ¡Miriota no tiene novio!

Pero esto era un error de sus sentidos trastornados.
Ninguna voz llegaba en el silencio de la noche. El
fenómeno de la sala del Rey Matías no se
producía en la casa del señor Koltz.

Al alborear el siguiente día, la población
de Werst estaba en pie. Desde el terraplén hasta la vuelta
de la garganta de la sierra, unos subían y otros bajaban
el camino; aquéllos, para pedir noticias;
éstos, para darlas. Se decía que el pastor Frik
acababa de ser encontrado adelante, a un cuarto de milla del
«pueblo, no al través de los bosques del Plesa, sino
siguiendo su orilla, cosa que no había hecho sin
motivo.

Esperando, pues, y a fin de comunicarse más
pronto con él, el señor Koltz, Miriota y
Jonás fueron a la extremidad del pueblo. Media hora
después se vio al pastor a algunos centenares de pasos, y
en lo alto del camino. No parecía esforzarse en llegar
presto, lo cual se tuvo como mal augurio.

-Y bien, Frik: ¿qué sabes, qué has
visto? le preguntó el señor Koltz cuando el pastor
se reunió a ellos.

-Nada sé, nada he visto, respondió
Frik.

-¡Nada! murmuró la joven, cuyos ojos se
llenaron de lágrimas.

-Al amanecer, continuó el pastor, vi a una media
milla de aquí, dos hombres que creí fueran Nic y el
doctor. . .; pero no eran.

-¿Sabes quiénes son esos hombres?
preguntó Jonás.

-Dos viajeros que acababan de atravesar la frontera
valaca.

-¿Les has hablado?

-Sí.

-¿Bajan al pueblo?

-No; se han dirigido hacia Retyezat, a cuya cima quieren
llegar.

-¿Son dos turistas?

-Tienen aspecto de serlo, señor Koltz.

-Y esta noche, atravesando la garganta del Vulcano,
¿no han visto nada hacia el castillo?

No, porque se encontraban todavía al otro lado de
la frontera, respondió Frik.

-¿De modo que no traes ninguna noticia de Nic
Deck?

-Ninguna.

-¡Díos mío! repetía la pobre
Miriota.

-Por lo demás, podréis interrogar a estos
viajeros dentro de pocos días, añadió Frik;
porque piensan hacer alto en Werst antes de partir para
Kolosvar.

-¡Con tal de que no se les hable mal de mi posada!
… pensó Jonás suspirando. ¡Capaces
serían de no alojarse en ella!

Desde hacía treinta y seis horas el excelente
posadero estaba preocupado por el temor de que ningun viajero
osaría comer y dormir en el Rey
Matías.

En suma, estas preguntas -y estas respuestas cambiadas
entre el pastor y su amo, no aclararon la situación; y
como ni el guardabosque ni el doctor habían aparecido a
las ocho de la mañana, ¿no podía
racionalmente esperarse que no volverían jamás?.. .
Nadie se aproximaba impunemente al castillo de los
Cárpatos. Herida por las emociones de
aquella noche de insomnio, Miriota apenas podía
sostenerse. Completamente desfallecida, casi no tenía
fuerzas para andar. Su padre la condujo a su casa. Allí
sus lágrimas redoblaron. Llamaba a Nic con voz delirante.
Quería ir en su busca. Pedía amparo, y
había motivo para temer que cayese enferma.

Entretanto, era necesario y urgente tomar una
resolución: ir en socorro del guardabosque y del doctor,
sin pérdida de un instante. Poco importaba que hubiesen de
correrse peligros exponiéndose a las represalias de los
seres humanos o sobrenaturales que ocupaban el caltilló.
Lo esencial era saber qué les había sucedido a Nic
Deck y al doctor. Era un deber imperioso, tanto para sus amigos
como para cualquier habitante de la aldea. Los más
valientes no rehusaían lanzarse por los bosques del Plesa,
en dirección al castillo de los Cárpatos. Decidido
esto después de no pocas discusiones y diligencias, los
más valientes no pasaron de tres, que fueron el
señor Koltz, Frik y el posadero Jonás. El maestro
Hermod se había sentido de repente indispuesto con dolor
de gota en una pierna, y había dado la clase echado
sobre dos sillas.

Serían las nueve de la mañana cuando el
señor Koltz y sus compañeros, bien armados por
prudencia, tomaron,el camino de la montaña. En el mismo
sitio en que Nic se había separado de ellos,
internáronse por la áspera pendiente, y pensaron,
no sin razón, que si el guardabosque y el doctor estaban
en camíno para volver a la aldea, debían ir sin
duda por allí. No sería difícil reconocer
sus huellas, lo que fue comprobado cuando franquearon 1a
orilla.

Los dejarernos aquí para decir qué
movimiento se
hizo en la opinión de Werst desde que les perdieron de
vista.

Si antes de que partiesen aquellos tres hombres al
encuentro de Nic y Patak parecía la tal empresa obra muy
meritoria después, cuando hubieron partid, empezó a
verse en aquello una imprudencia sin nombre. ¡Pues
qué! ¿Sobre una catástrofe iba a venir otra?
Porque nadie dudaba que el doctor y el guardabosque habían
sido víctimas de su intentona. ¿Y de qué
serviría que el señor Koltz, Frik y Jonás se
expusieran a lo mismo por desinterés? Miriota no
sólo lloraría a su novio, sino a su padre
también, y nunca podrían perdonarse los amigos del
pastor y del posadero la perdida de entrambos.

La desolación fue general en Werst, y no
había señales de que terminase pronto. Aún
admitiendo que no les aconteciera alguna desgracia, no contaban
con el regreso del señor Koltz y de sus dos
compaañeros antes de que la noche hubiese envuelto las
alturas del Plesa.

Mas ¡cuál no sería la sorpresa
general cuando a lo lejos del camino fueron vistos hacia las dos
le la tarde!

Miriota, prevenida del caso, corrió a su
encuentro apresuradamene. No venían tres, sino cuatro, y
e1 cuarto se parecía al doctor.

-¡Nic, mi pobre Nic! exclamó la joven.
¡Nic no está! ¡No viene!

Sí. Nic venía, pero extendido sobre unas
angarillas de ramas que penosamente conducían Jonás
y el pastor.

Precipitóse la joven -hacia su novio,
inclinóse sobre él, y le abrazó
estrechamente.

-¡Muertol ¡Muerto! exclamaba.

-No, no está muerto, respondió el doctor
Patak; pero merecía estarlo, y yo
también.

Lo cierto era que el guardabosjue estaba sin
conocimiento, con los miembros rígídos, la cara
exangüe, la respiración débil. Si el doctor no
estaba descolorido como su compañero, debíase a que
la marcha le había devuelto su tinte habitual de
ladrillo.

La voz de Mariota, tan tierna, tan desgarradora, no tuvo
poder alguno para arrancar a Nic de su letargo. Cuando le
condujeron a la aldea y lo depositaron en el cuarto del
señor Koltz, todavía no había desplegado sus
labios. Algunos instantes después sus ojos se abrieron
poco a poco, y al ver a la joven inclinada a su cabecera, sus
labios dibujaron una sonrisa. Trató de levantarse, pero no
pudo. Una parte de su cuerpo estaba paralítica, como
herida de hemiplegía. Sin embargo, queriendo tranquilizar
a Miriota, le dijo con voz muy débil:

-Esto no será nada… nada.

-¡Mi pobre Nic! repetía la
joven.

-Un poco de fatiga solamente… La emoción…
Esto pasará pronto… Con tus cuidados,
Miriota…

Pero el enfermo necesitaba calma y reposo, en vista de
lo cual el señor Koltz salió del cuarto, dejando a
Miriota junto al joven guardaboques, que no hubiera podido tener
una enferrnera más diligente. No tardó en
adormecerse.

Entretanto el posadero Jonás contaba a un
numeroso auditorio, con voz fuerte para ser bien oído de
todos, lo que había sucedido desde su partida.
Después de haber encontrado en el bosque el sendero que
Nic Deck y el doctor se habían abierto, los tres tomaron
la dirección del castillo. Dos horas estuvieron por las
pendientes del Plesa, y cuando se hallaban a una media milla a la
orilla del bosque, vieron a dos hombres, que eran el doctor Patak
y el guardabosque. El primero no podía andar; el otro
acababa de caer al pie de un árbol, falto de
fuerzas.

Correr hacia el doctor, interrogarle, por más que
él estaba tan confuso que no podía responder;
formar con ramas una parihuela, colocando en ella a Nic Deck, y
volver a poner a Patak en disposición de andar, todo fue
obra de un instante. Después el señor Koltz y el
pastor, que se relevaban en la conducción de la parihuela,
tomaron el camino de Werst.

En cuanto a saber por qué Nic Deck se encontraba
en semejante estado, y si había o no penetrado en las
ruinas del castillo, cosas eran que el posadero ignoraba,
así como el señor Koltz y el pastor Frik, puesto
que el doctor no se hallaba en disposición de satisfacer
su curiosidad.

Pero preciso era que Patak hablase. ¡Qué
diablo! En la aldea, rodeado de sus amigos y clientes,
estaría seguro. No
había que temer ya nada de los seres del castillo, y
aunque le hubiesen éstos arrancado el juramento de guardar
silencio acerca de lo que había visto en el castillo de
los Cárpatos, el interés público le
demandaba que faltase a su juramento.

-Vamos, tranquilizáos, doctor, le dijo el
señor Koltz. Ordenad vuestros recuerdos.

-¿Queréis que hable?

-En nombre de los habitantes de Werst y para asegurar la
tranquilidad de la aldea, yo os lo ordeno.

Un buen vaso de rakiu aprontado por Jonás,
devolvió el habla al doctor, que con entrecortadas frases
se expresó en estos términos:

-Partimos los dos, Nic y yo… Dos locos indudablemente.
Preciso fue emplear casi todo un día para atravesar esos
malditos bosques, y allá por la noche vimos el castillo.
Llegamos a él… Aún tiemblo. Toda mi vida
temblaré. Nic quería entrar, sí,
quería pasar la noche en el torreón… ¡Es
decir, en la mismísima alcoba de
Belcebú!

El doctor decía aquello con voz tan cavernosa,
que sólo de oírle temblaban los otros.

-No lo consentí, no, continuó.
¿Qué hubiera pasado de ceder yo a los deseos de
Nic? ¡De pensarlo se me erizan los cabellos!

Y el doctor se llevaba maquinalmente la mano a la
cabeza.

-Nic se resignó a acampar en la meseta.
¡Qué noche, amigos míos, qué noche!
¿Cómo descansar cuando los espíritus no os
permiten dormir una hora? ¡Ni una hora! De repente,
habíais de ver monstruos de fuego apareciendo entre las
nubes, verdaderos monstruos, sí, que se precipitaban sobre
la meseta para devorarnos .

Todas las miradas se dirigieron al cielo para ver si
cruzaba por él algún grupo de
espectros.

-Pocos instantes después, continuó el
doctor, la campana de la capilla empieza a sonar.

Todos los oídos escucharon atentamente, y
más de uno creyó percibir los tañidos de la
campana del castillo. ¡Tanto impresionaba al auditorio
aquel relato!

-De pronto, espantosos rugidos llenan el espacio. Eran
más bien aullidos de fieras… Luego, una claridad sale de
las ventanas del torreón. Infernal llamarada ilumina toda
la planicie hasta el bosque de abetos. Nic Deck y yo nos miramos.
¡Oh espantosa visión! Parecíamos dos
cadáveres, uno enfrente del otro, que temblaban bajo
aquellas luces violáceas.

Y, efectivamente: viendo la cara cadavérica y la
mirada extraviada del doctor Patak, parecía que
venía del otro mundo, al que había enviado tan
crecido número de sus semejantes. Preciso fue dejarle
tomar alientos, pues de lo contrario, no hubiera podido continuar
su relato, lo que se consiguió gracias a un segundo vaso
de rakiu, que pareció devolver al ex-enfermero
parte de la razón que le, habían hecho perder los
espíritus.

-Pero, al fin, ¿qué le pasó al
pobre Nic Deck? preguntó el señor Koltz.

Y no sin razón, el biró
concedía extrema importancia a la respuesta del doctor,
teniendo en cuenta que la misteriosa voz de la posada se
dirigió personalmente al joven.

-Os diré lo que recuerdo, respondió el
doctor. Amaneció. Yo había suplicado a Nic Deck que
renunciase a sus proyectos; pero
ya le conocéis, y sabéis que nada se puede lograr
de un testarudo semejante. Bajó al foso… Yo tuve que
seguirle, porque me arrastraba. . . Y además, yo no
tenía conciencia de mis actos… Nic se adelanto hasta la
poterna… Cogióse a una cadena del puente -levadizo, y
subió por ella hasta lo más alto del muro… En
aquel momento, otra vez me di cuenta de nuestra
situación… Aún es tiempo, me dije, de retener a
este imprudente, a este sacrílego, por mejor decir… Le
ordeno por última vez que baje y que regrese a Werst en mi
compañía. -¡No! -me grita. Quiero huir…
Sí, lo confieso… quise huir. Cualquiera de vosotros en
mi caso, ¿no hubiera hecho lo mismo? Pero en vano
traté de moverme del suelo… Mis pies están
allí clavados,

adheridos…, como si hubiera echado raíces…
¿Cómo arrancarles de allí?…
¡Imposible! Todo es inútil…

Y el doctor remedaba los movimientos de un hombre cogido
por las piernas como un zorro que ha caído en un
lazo.

Volviendo a su narración,
añadió:

-En aquel momento – dejóse oír un grito. .
. Pero ¡qué grito! … Lo había dado Nic
Deck. Sus manos, agarradas a la cadena, la sueltan de pronto y
cae al fondo del foso como herido por invisible mano.

El doctor había sido verídico en su
relato. Nada había añadido, no obstante la
turbación de sus ideas. Todos aquellos fenómenos
descritos por él se habían producido como los
contaba en la meseta de Orgall, teatro aquella
noche de los mencionados sucesos.

Respecto a lo que pasó después de la
caída de Nic Deck, helo aquí. El guardabosque cae
desvanecido y el doctor Patak está imposibilitado de
acudir en su ayuda, porque sus botas permanecen clavadas en el
suelo y sus pies, hinchados, no pueden salir de ellas. De repente
cesa la invisible fuerza que le retiene, y ya libre, se precipita
hacia su compañero, y ¡oh prodigio de valor en aquel
hombre! … sumerge su pañuelo en el agua de la mesete y
humedece la cara de Nic Deck. Recobra el joven el conocimiento;
mas su brazo izquierdo y una parte de su cuerpo quedan inertes
después de la horrible sacudida experimentada por
él. Ayudado por el doctor, consigue levantarse, y
remontando el camino de la contraescarpa, vuelven a la meseta.
Pónerse en camino hacia la aldea. Después de una
hora de marcha, los dolores que sufre Nic en el brazo y en el
costado son tan violentos, que le obligan a detenerse, y
precisamente en el momento en que el doctor se disponía a
ir a Werst en busca de auxílios, se encontraron al
señor Koltz, Jonás y Frik, que habían
llegado tan a punto.

Respecto a decir si era grave la lesión del
joven, el doctor Patuk evitaba afirmar nada en concreto,
aunque mostrase habitualmente rara seguridad cuando se trataba de
un caso médico. Se limitó a responder en tono
dogmático:

-Cuando se trata de una enfermedad natural, es una cosa
distinta a cuando se trata de una enfermedad sobrenatural, que el
Chort envía. En este caso sólo el
Chort puede curarla.

En defecto de diagnóstico, tal pronóstico no era
tranquilizador para Nic Deck; pero felizmente aquellas palabras
no eran el Evangelio, y ¡cuántos médicos
superiores al doctor Patak, desde Hipócrates y
Gáleno, se han engañado y se engañan hoy! El
joven guardabosque era un mozo fuerte, y dada su vigorosa
constitución, podían concebirse
buenas esperanzas, aun sin necesidad de intervención
diabólica, y bajo la condición de no seguir muy
estrictamente las prescripciones del antiguo enfermero del
lazareto.

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